Tatiana corrió unos metros para entrar al ascensor justo antes de que se cerraran las puertas. “Por los pelos” pensó. Las puertas se cerraron y la escondieron en una inerte oscuridad.
─¡Coño! Llego tarde y ahora esta mierda se para.
Buscó a tientas los botones, la luz de emergencia, lo que fuera. Apretó todas las teclas que encontró, pero todas parecían estar de adorno.
─Con el gafe que llevo últimamente, seguro que he cogido el único ascensor que se ha estropeado en todo el edificio. ¡Muévete, cabrón! ─le gritó a la caja oscura en la que se encontaraba.
Todo su cuerpo se vino abajo con un resoplido. Dejó caer los brazos y las carpetas que llevaba apretadas contra su pecho. Hoy se había se había dormido otra vez, el metro había tardado un siglo en llegar y ahora el ascensor la había tragado en un no-espacio y en un no-tiempo.
Un sudor rezagado empezó a manifestarse, fruto del sofoco de la carrera para entrar al ascensor y de la mente torpe, que no acaba de dar con ninguna historia convincente para explicar el tercer día seguido que no llegaba a la hora.
Una voz interior cada vez más lejana, todavía intentaba exigirle al resorte mecánico “Vamos, bonito, muévete. No me hagas esto, joder. Hoy no. Muévete por lo que más quieras.” Pero el cuerpo no la acompañó y las palabras se evaporaron entre las miles de bifurcaciones de su cerebro.
En medio de la nada negra, de pronto se sintió como desnuda. Instintivamente comenzó a estirarse la falda a colocarse bien la blusa y ordenarse el pelo. Más que por si se abría de repente el ascensor, por sentir los diferentes tejidos de su ropa en orden. Estaba vestida, y bien al menos. Todo no iba tan mal entonces. Sus pies querían salirse de los zapatos. Encontraba absurdo estar suspendida en el aire con tacones. De alguna manera aquella leve gravedad tiraba de sus pies hacia abajo. Estaba de puntillas encima del hueco del ascensor, ese precipicio angosto y estrecho como los vanos de las escaleras de sus sueños. Se quitó los zapatos con desespero, y al sentir la planta del pié reposar sobre una moqueta suave y plana, imaginó que se apeaba de un mal sueño.
Le vino a la mente el cuarto oscuro de la escuela, frío y húmedo. No se veía nada y el tiempo no pasaba hasta que la monja abría la puerta de golpe y le caía encima un saco de luz que la cegaba durante unos minutos; por lo menos ahora había ganado en estatus, este cuarto estaba todo forrado de moqueta, no hacía frío y estaba sequito. En realidad, se parecía más bien a los cuartos acolchados de los psiquiátricos. Si llegaba a un punto de desesperación grave, no había peligro de autoagresión, las paredes le rebotarían al centro o a la otra pared y ésta a la otra y así sucesivamente hasta…¿cuándo?.
Luego vino el cuarto oscuro de los fotógrafos; con una sonrisa pícara, cayó en la cuenta que curiosamente sus dos ex maridos habían sido fotógrafos de profesión. No creía que era el momento, ni el lugar adecuado para tales revelaciones, pero de nuevo volvía aquel laboratorio de sombras a revelar caras, gestos, paisajes…
Recordaba la danza de los líquidos, las bandejas, el agua, la emulsión, los papeles sensibles, la cuerda, las pinzas, las imágenes colgadas, y al encender la luz, como por arte de magia, aparecían las caras, los cuentos, las historias… ¿Sería así como funcionaban los recuerdos? Deambulaban en un cuarto oscuro infinito haciendo mil piruetas hasta que de pronto un guiño, un sentimiento o una luz los fijaba en un papel… ¿Por qué siempre tenía que haber un cuarto oscuro en la vida de uno?
Pero, ¿cuanta gente había con ella? ¿Estaba sola? ¿Quien estaba con ella? Su cuerpo reculó hacia atrás buscando la esquina del ascensor. ¿Cómo es posible que no supiera si había alguien con ella cuando entró? Con la retaguardia cubierta, agudizó la vista al máximo con el afán de penetrar la oscuridad y escudriñar el trazo de alguna silueta. Definitivamente la vista no era el sentido más apropiado para esta situación.
Volvió la respiración acelerada, pero esta vez no era la suya. Alguien o algo respiraba a destiempo a la altura de sus rodillas.
─¿Cuantos somos? ¿Quien está aquí? ¿Quién és?
Y no hubo ninguna respuesta, solo aquella respiración cada vez más apurada que venía de abajo.
¬─Responda por favor ¿Quién está aquí?
"¿Será un perro?" pensó, claro que si fuera un perro, se habría puesto a ladrar, a no ser que estuviera herido. Se agachó lentamente, dejando resbalar la espalda contra la pared del ascensor y sujetando las carpetas con una mano por si tenía que defenderse; se puso a palpar, con la otra, hasta dar con la solapa de un traje que estaba tumbado en el suelo. Tropezó con la cartera que le pertenecía, y del sobresalto soltó las carpetas y lanzó un grito irreprimible.
─Ahhhh! Un muerto!!! Que alguien me ayude, por favor!!!!
Su grito no descosió ni un hilo de aquella oscuridad. Ahora estaban la negrura tupida y dos respiraciones jadeantes desacompasadas. Con ambas manos, se puso a buscar la cara del muerto siguiendo la geografía del traje: solapas, cuello y por fin la cara. Tocó unos lentes, estaba sudando, …estaba caliente.
─Oiga señor, señor…─le repetía al tiempo que le meneaba la cabeza─ señoR, señor, por favor, señor…
─¿Y entonces, estamos los dos solos?, preguntó Tatiana, con un sentimiento doble de alivio por controlar la situación, pero con la ansiedad de saber que nada más estaban ellos dos, y ahí podía pasar cualquier cosa.
El señor le agarró una mano, y Tatiana le soltó una bofetada con la otra, como un resorte, como un acto involuntario, como si esa palanca hubiera activado los código atávicos de que hacer en caso de ataque. La mano se desplomó al vacío.
Su tacto le trajo la imagen de una mano que sujetaba las puertas del ascensor cuando ella entraba corriendo. Sí, era una mano blanca y pálida, y afilando aún más el recuerdo, la mano llevaba las uñas muy bien cortadas. Subía por la manga hacía arriba en su memoria y no veía más que un borrón de nervios que trataban de empujar hacia arriba ese maldito ascensor y estar allí en su oficina desde hacía rato.
El hombre sudaba y sudaba. Intentó darle unas palmaditas en la espalda, para subsanar lo de la bofetada de antes, pero pesaba muchísimo. Le retiró las gafas, le aflojó la corbata y el botón de la camisa.
─Ay! señor no se muera por favor. Esto es lo que me faltaba hoy, ─dijo ente dientes─ Pero ¿se puede saber que están haciendo ahí fuera? ─gritó al aire negro pidiendo explicaciones.
Empezó a chillar desesperada y a dar golpes con los zapatos en la puerta. Estaba sentada en el suelo marrón del ascensor, con su traje granate y sujetando la cabeza de un tipo al que no conocía.
Por la mejilla lisa empezó a manar agua. El señor estaba llorando.
─Ay señor, no se ponga triste, ─dijo mientras dio otro golpe con el tacón en la puerta─ que ahí fuera están haciendo lo posible por sacarnos de aquí. Piense en otra cosa, piense en su mujer y en sus hijos.
Y el agua manó con más fuerza.
─Cuando yo tenía miedo de pequeña, mi mamá me cantaba al tiempo que me acariciaba la cabeza. Eso relaja mucho. Usted va a ver.
Y Tatiana comenzó a limar aquella oscuridad con su voz.
Sol, solet,
vine'm a veure, vine'm a veure.
Sol, solet,
vine'm a veure que tinc fred.
Si el fondo de la escena hubiera sido un bosque romántico, hubiéramos pensado que esta pareja de niños se había ido de picnic con su manta de cuadros y la cesta de comida para hacer las fotos de un bonito calendario, pero así, todo en negro, a Tatiana le parecía más próximo a una imagen urbana de dos indigentes desahuciados pidiendo limosna en la calle.
La hebra de su voz iba tirando de la madeja del recuerdo melodías infantiles que le cantaba su mamá cuando era pequeña, poemas aprendidos en el colegio, estrofas de canciones que se le habían quedado pegadas….
Menos tu vientre
todo es futuro
fugaz, pasado,
baldío y turbio.
Y así, tapizando de colores las paredes de aquel cuarto oscuro, imaginaba que estaba con un tipo joven, de unos veinticinco o treinta años, alto y apuesto, economista –por lo de las gafas-, sin barriga, cuando de pronto (con la excusa de abrirle un poco más la camisa, y quitarle la corbata), se sorprendió palpando un poco más abajo y confirmando efectivamente que no tenía barriga.
Petrificada por su atrevimiento, enmudeció y el tapiz de arena se desintegró. Se apartó físicamente del tipo, que se había quedado dormido.
─¿Y si era un psicópata y tenía un arma en su maletín? La degollaría allí mismo, bueno primero la violaría y luego la estrangularía. Tenía que salir de allí como fuera.
─Gracias, soy claustrofóbico y no soporto los lugares cerrados, ─dijo el hombre recuperando poco a poco el ritmo de su respiración.
─ “¡Soy no-sé-qué-fóbico! No te digo, que tengo aquí al lado a un tipo psicópata de estos” Aquella voz que venía de la oscuridad profunda, le sonó a general calvo con parche en el ojo, avanzado en edad y con muchas, muchas medallas e insignias en la solapa, al mando de los ejércitos internacionales en una misión secreta.
Ella se había encaramado en un saliente que había cerca de los botones y empezó a gritar desaforadamente.
─Ay nooo! , por favor no me haga nada. No me mate por favor. Haré todo lo que usted diga. No le diré nada a nadie, pero por favor, no me haga nada. ¡Se lo suplico!
─Cálmese, que no le voy a hacer daño.
Mano por aquí y mano por allá, blandiendo desde un hacha hasta un florín, sin querer, le volvió a dar una bofetada.
Ambos se quedaron parados, inmóviles y en silencio. El tiempo se detuvo siglos en aquel instante. Ningún pensamiento pasó por sus mentes. Los gestos quedaron congelados y la oscuridad se tragó las miradas. Pero la biología que es muy sabia siguió su curso y dentro del lagrimal de Tatiana se fue formando un cúmulo de agua que inundó el embalse de sus ojeras, arrastró restos de rimel y se desbordó por la mejilla hasta saltar en caída libre en el rostro del extraño.
(continuará...)
Se admiten y se piden sujerencias para darle un final a la historia. ¿Sacamos a los persdonajes del ascensor? ¿como? ¿les ponemos alguna dificultad más de la que se ponen ellos mismos? ¿Hacia donde les llevamos en la segunda parte de EN EL ASCENSOR? ¿Que harían ustedes?
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