25 abril 2009

el último tren

–oye tú, ¿estás bien? –escuché.

–Sí, déjame en paz –dije yo, pero las palabras no salieron de mi boca.

–Coño, ésta está como muerta –dijo la misma voz sacudiéndome un brazo. La  escultura de mi cuerpo sucumbió a semejante meneo y cayó encima de lo que hubiera allí.

–Ey! no me toques –grité, pero mis labios de piedra no dejaron salir una sola palabra.

–Agarra por ahí. –dijo otra voz.

–Eh! Que no me toques coño. ¡Suéltame! ¡Que me sueltes, hostia! –rugí, y nadie oyó nada.  Es más, hasta yo oí que nadie había oído nada.

Me dejaron en algún lugar que no reconocí y el murmullo se alejó. Se instaló un silencio opaco. Mis brazos seguían tallados en mis muslos. Me goteaba agua de la nariz y caía en las piedras sobre las que se clavaban mis rodillas. La visión de mí misma era una postura esculpida en mármol blanco, cubierta de hollín. La oscuridad también se bebía mis imágenes.

Un ruido metálico rompió el silencio. Empecé a sentir frío. El suelo me mandaba mensajes helados que me subían por los muslos, se paseaban por la columna y estallaban en la nuca. Intente salir corriendo pero mi cuerpo apagado no me acompañó. Se escuchaba como el desenfundar de un sable, y luego otro, y otro más. El arañar de metales se acompasó con el pitido de un tren fantasma.

El sudor y las lágrimas desgastaron mis párpados de mármol y vi a los guerreros de la mañana, esos que habían traído de China, correr por los túneles del metro librando batallas nocturnas en su paso por Barcelona para posar más rígidos y solemnes durante el día. Escuchaba su caminar implacable, los casquillos de los caballos, las ruedas de los carruajes, el golpe seco del látigo y el sonido de sus trajes. Todo se llenó de ruido. No quedó ni un hueco de silencio.

Me alegré de estar oculta entre aquellas páginas húmedas, cuando de pronto dos ojos de luz me apuntaron de frente. Un monstruo gigante cargado de guerreros gritando en silencio se acercaba a toda máquina sobre dos líneas de plata pintadas en el suelo. Venía directo hacia mí.

Grité desde lo más hondo de mi pecho y, esta vez sí, los gritos quebraron el tiempo. Las páginas saltaron a las vías y cuando estaba a punto de recuperarlas, una voz verde me dijo:

–Oye princesa, despierta que esta es la última parada del último tren.